Walter Gallardo

Periodista tucumano radicado en Madrid

“Oh, libertad, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”, alcanzó a decir Madame Roland antes de que la guillotina le cortara la cabeza por decisión de sus antiguos compañeros de lucha. Ocurrió en París, el 8 de noviembre de 1793. Por esas fechas se entendía que la Revolución en marcha había llegado a Francia para dejar atrás la oscura etapa del absolutismo con sus arbitrariedades y privilegios. De hecho, el origen de aquella revuelta histórica serían la falta de libertades individuales, la pobreza extrema y la desigualdad durante el reinado de Luis XVI y María Antonieta. Sin embargo, las palabras y los gestos grandilocuentes de los revolucionarios no se compadecían con los hechos y, tras haberse atrevido a denunciar en la Asamblea los excesos por todos conocidos, y callados por la mayoría, el destino de Madame Roland fue el patíbulo. Dos días después, su marido y aliado en el enfrentamiento contra los jacobinos se suicidaría en Normandía al enterarse de estos hechos.

Punto de partida

Aun así, con todos sus errores y abusos, aquella Revolución suele considerarse el punto de partida de las democracias modernas y una fuente de inspiración para los movimientos constitucionalistas, sobre todo republicanos, que se multiplicarían desde entonces. Es indiscutible que el gran consenso de la civilización occidental se basó en esas tres palabras monumentales que marcaron un camino de convivencia: Libertad, Igualdad y Fraternidad. No obstante, pasados más de dos siglos de su enaltecimiento como ideal cívico, algunas corrientes políticas cada tanto vuelven a cuestionarlo y deciden empuñar como un arma la palabra libertad con idéntica intolerancia o sed de sangre que llevaba a Robespierre a decapitar a quien se opusiera a sus propósitos.

La propuesta de Trump: el plan es desplazar a todos los palestinos

¿Por qué todo esto nos suena hoy familiar? Una buena razón es que, en el extendido ambiente de fariseísmo político, la misma palabra está cayendo en la paradoja de convertirse en su propio antónimo: se usa como salvoconducto para insultar a quien disiente, recortar con saña y regodeo derechos conquistados en largas luchas o consensuados desde la sensatez; dedicar un vejatorio desprecio a los reclamos sociales más básicos, aun los más urgentes y desesperantes, esos que tienen que ver con las “cosas de comer”; embestir desde una insolente ignorancia, y luego desde el recorte vengativo de sus presupuestos, contra la cultura, la educación y la ciencia, en una renuncia absurda al producto de la inteligencia humana; y, como no podía ser de otro modo cuando se necesita la mentira en todo lo anterior, la palabra libertad sirve de argumento para intentar acallar al periodismo profesional, ese que dice lo que ve y luego elabora una opinión propia y no el que dice lo que le dictan al oído en una alcoba; y lamentablemente sirve también, como se advierte en el ruido cotidiano, para generar como sustituto un ejército de mercenarios en las redes sociales, un fenómeno al que Umberto Eco denominó “La invasión de los necios”, con soldados cobardes y venales que persiguen un solo fin: enfangar la discusión pública.

En su cuesta abajo, en personajes que la degradan, ¿qué puede significar la libertad en el vocabulario y la conciencia de Trump, Bukele, Netanyahu, Orban, o en boca de sus patéticos imitadores, entre ellos, líderes ultras empeñados en reivindicar a conocidos infames de la historia universal? Por el momento tenemos algunas pistas: construir un resort de lujo en Gaza sobre una montaña de cadáveres; seguir invirtiendo dinero en cárceles de tamaño olímpico para encerrar a personas de cualquier país sin acusación ni juicio; desconocer y violar los acuerdos internacionales previamente firmados; condenar a pueblos enteros a la hambruna o a su desaparición, o a las dos cosas; eliminar políticas de igualdad y tratar a los inmigrantes, por el solo hecho de serlo, como delincuentes o seres de una categoría inferior a la humana.

Ensalada ideológica

Asimismo, habría que preguntarse qué los une, incluso contra natura. Cabe señalar que algunos de ellos, sobre todo los extremistas de derechas, hoy en auge, gozan del favor popular valiéndose de notorias contradicciones o falseando la propia historia. Un ejemplo es que sobreviven con éxito al apoyo de causas del pueblo judío exaltando en paralelo al dictador Franco en España, al nazismo en Alemania o Austria y a Mussolini en Italia. ¿Cómo es posible digerir esta ensalada ideológica ahora de moda tanto en países desarrollados como en otros del Tercer Mundo? Y, por encima de todo, cabe preguntarse por qué los votantes perciben este discurso como un mensaje orientado a hacerles la vida más agradable y próspera.

“¿Libertad para quién?”, se pregunta Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía. Recuerda que en el esquema dominante, empecinado en ignorar la interdependencia de las sociedades, la globalización, en definitiva, la libertad de una persona equivale a la falta de libertad de otra. “Una persona que se enfrenta a situaciones extremas de necesidad y miedo no es libre”. Y agrega: “La libertad de portar un fusil de asalto, un AK-47, te puede quitar la libertad de vivir. En Estados Unidos hay constantes asesinatos, muchos de ellos en escuelas. Los padres se preocupan por si sus hijos volverán a casa, por lo cual han perdido la libertad por el miedo”. Y da más ejemplos: “La libertad de no llevar mascarilla durante la pandemia significaba que otras personas iban a morir o la libre empresa y su libertad para contaminar va a incrementar las consecuencias del cambio climático”. Todo ello se contrapone frontalmente al modelo exitoso de Franklin Delano Roosevelt de considerar a la libertad como la capacidad del individuo de vivir sin penurias y, por lo tanto, con un alto grado de bienestar e independencia.

Individualismo extremo

En este contexto, la discusión política ha atrasado su reloj y regresado a la “Década de la Codicia”, tan en boga en los años 80, con un mensaje de individualismo extremo que intentaba satirizar la justicia social y destruir las grandes instituciones de la posguerra, creadoras y garantes de una floreciente clase media. Se vuelve a hablar del Estado como de un enemigo a batir y se glorifica la desregulación de los mercados olvidando aquel providencial “paternalismo” que ejerció en la no muy lejana crisis financiera de 2008. ¿Amnesia selectiva? Es difícil creer que no se recuerde que los contribuyentes, sólo en Estados Unidos, debieron poner de su bolsillo 700.000 millones de dólares para salvarles la vida, entre otros, a los bancos y pagar una fiesta a la que nunca estuvieron invitados. El dinero se usó para adquirir activos tóxicos, es decir, activos financieros irrecuperables. Algo parecido ocurrió en España: jamás regresaron los 60.000 millones de euros que costó al ciudadano rescatar a la banca, mientras la banca dejaba en la calle a quienes no podían pagar su hipoteca.

¿Esto también es libertad o simplemente espíritu corporativo? Quizás sería oportuno mencionar al filósofo estadounidense John Rawls, autor de la teoría llamada “Velo de la Ignorancia”. En ella se pregunta: “¿Por qué sociedad optaría la mayoría si no supiera cuál va a ser su lugar en dicha sociedad?”. Seguramente nadie elegiría la que vemos actualmente en los telediarios ni la que proponen en estos momentos tantos autoritarios elegidos democráticamente, o no tanto, esa en la que la libertad tiene un carácter excluyente y en la que unos pocos se arrogan la facultad de imponer su forma estrecha de ver el mundo, un mundo donde no cabe gran parte de los ciudadanos y, por lo tanto, es una exención.

Esa libertad no es sino una peligrosa parodia de sí misma; revela, ante todo, que no responde a su nombre: sólo nos ofrece lo malo y lo peor, con gastadas promesas de un paraíso que hasta ahora siempre se ha alejado a medida que intentábamos acercarnos. Esto hace, como conclusión y a nivel global, que las opciones se reduzcan a un infierno en diferentes círculos, como los de Dante: se está con Trump, con Putin o con Xi Jinping. Así, elegir nunca ha sido tan humillante.